domingo, octubre 23, 2005

La textualidad de la palabra

Para probar la fe del hombre, Dios se apareció un día a Abraham y le dijo:

- De mi amor fuiste creado, con él te infundí la vida y te he dado todo lo que tienes y conoces. Ahora quiero que demuestres cuan grande es tu lealtad hacia mí. Bajarás de esta montaña y sacrificarás lo que más amas en el mundo…

Con fe ciega, Abraham practicó el ateísmo hasta el final de sus días.

La circularidad de la palabra

Habiendo Dios terminado de crear al mundo, pensó en buscar entre los seres uno que reinara sobre los demás. Tomó al más indefenso, lo dotó de inteligencia y lo obligó a emplearla hasta imponerse sobre las demás especies.

Maravillado de esta hazaña, quiso recompensarlo:

- Te daré un arma soberbia, con ella podrás hacer de la nada un mundo y de todo un universo. De ahora en más, todo lo que digas existirá. ¡Hágase en ti La Palabra! declaró el Padre. Inmediatamente, el espíritu santo descendió sobre él y lo colmó con su gracia.

El hombre, temblando, levantó su rodilla del suelo, miró hacia el firmamento y con voz en cuello gritó: ¡Dios!

Las nueve y treinta.

Lo último que recuerdo fue la cercanía del asfalto entrando por mis ojos. Luego, un cierto vacío. Un abrir y cerrar de ojos. Una cama, una habitación blanca, el penetrante olor a formol y desinfectante y un reloj que marcaba las nueve treinta.

Vencido por la fatiga, dormí. Desperté en la misma habitación, en la misma cama, con el mismo olor a formol y desinfectante, el reloj que aún marcaba las nueve treinta… y un temor enorme a preguntar si son las pilas.

El mismo dolor.

Instantes antes de terminar su existencia, una estrella recorre fugaz y dolorosamente el cielo sofocada por las llamas.

Abajo, en la tierra, una joven que es besada por primera vez, mirará ese mismo cielo y deseará que ese momento sea eterno.



domingo, julio 24, 2005

Dime que no es cierto



—Dime que no es cierto, dime que no es cierto—. Repetía cegado por ese espectáculo dantesco. Frenético, jalaba la chaqueta de mi amigo que yacía de espaldas sobre el adoquinado. No podía creerlo. Pedro, mi gran amigo, había muerto.

No hacia mas que un par de minutos desde que con el Pedro habíamos dejado la fiesta. El intenso frío de julio había sido la excusa perfecta para que la piscola, la cerveza y uno que otro cigarrito de yerba, nos quitaran el frío y la vergüenza. También a las féminas que, conocidas durante la tarde, nos acompañaban en la velada. Total —solíamos decir—, desde que la Junta impuso el toque de queda, el poder lo tenemos nosotros, los militares.

Apenas asumido Allende, yo opté por hacer el servicio militar, al contrario que la mayoría de mis compañeros de liceo que prefirieron carreras universitarias o el trabajo. La vida marcial me atrapó y antes de terminado el período obligatorio, le pedí a mi Capitán que me dejara postular a la fuerza. Al otro día de concluida la conscripción, era reclutado por el Ejército de Chile. Cumplía esa noche, mi primer año de soldado.

Iban a ser las 5, en una hora más amanecería y debía reportarme a la brigada a las 7. No tenía problemas, mi foja era intachable y era el único de todo el escuadrón que nunca había sucumbido a la tentación de llegar "amanecido". Nadie podría increparme, ni siquiera mi sargento, al que más de una vez había sorprendido durmiendo en las literas.

Así fue como de civiles, pero portando nuestras armas cortas, salimos a la calle. Ni el Sahara era tan silencioso como el Santiago de esa madrugada y nosotros que a duras penas nos manteníamos en pie. Las carcajadas encontraban eco y amplificación en los frontis ornados de las casas de los turcos del barrio de Recoleta. Debía pasar por mi casa a buscar el uniforme y luego tomar la locomoción para llegar al Regimiento.

Estabamos a un par de calles cuando, al doblar en una esquina, divisamos en el otro extremo de la cuadra una sombra escabullirse entre la arboleda. Pedro asumió que debía ser un comunista y amartilló su arma. Me sorprendió la velocidad de sus reflejos. Me miró como buscando cómplicidad. Era nuestra oportunidad. No había sido alertado de nuestra presencia y parecía no estar acompañado. Quizás fuera un terrorista o un subversivo que valiéndose de la oscuridad, huía.
Pedro y yo cruzamos la mirada y, simultáneamente, emprendimos la alocada carrera con las armas apuntando hacia el cielo. El golpear de los zapatos sobre las baldosas despertó a uno que otro perro. Recuerdo que quise gritarle que se detuviera, pero el ahogo de la carrera me lo impidió. En realidad no sé si grité con todas mis fuerzas o el ruido de la pólvora reventando dentro del cartucho fue tan intenso que no pude escucharme. Lo cierto es que como un demente disparé medía carga sobre aquél bulto que ahora caía sobre el empedrado. Pedro hizo lo mismo.
No detuvimos ni un instante la carrera, excitados, queríamos más sangre. Me pareció que esos ochenta metros fueron apenas un tranco. Un extraño presentimiento me embargó de improviso. A unos veinte metros, mis piernas se paralizaron. Pedro continúo la marcha y tomando el bulto por el hombro, lo giró y quitó la bufanda que cubría parte de su rostro. No puedo explicar cómo un hombre puede transformarse en una bestia en un instante, no puedo explicar que fuerza tomo mi mano y jaló el gatillo que percutió los últimos cartuchos sobre la humanidad de Pedro. Sólo sé que cuando Carabineros llegó, me encontró de rodillas golpeando con la culata de mi pistola la cara desfigurada de quien fuera mi compañero. Un par de pasos más allá, con ese gesto plácido de los muertos, yacía el cuerpo sin vida de mi padre.

Y no pidas más.


Aquella vez, cuando el grito se perdió en la vastedad del temor.

Seré
el que rece por tu boca
y no pidas más:
que no baste con un secreto,
llamándose agonía.

Calla boca, calla.
Que tu queja no haga eco,
que el óxido de tu voz no interrumpa
el endeble y virginal
equilibrio del silencio

Diré
esta breve renuncia
y no pidas más:
Ya no verás el acecho
de aquellos instantes,
jurando volver.

Calla boca, calla.
No prestes esperanzas.
Que el filo del olvido narcotice
el eterno parpadeo de las horas.

Calla,
y no pidas más razón:
amanecidos,
de tus labios de plata,
habremos perecido,
este hombre, las voces y tu piel.